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El Emprendimiento de la Puta Madre: La Búsqueda de la Tierra Prometida

Actualizado: 27 mar


Imag.:_Cristalia_equipo_editorial
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Ah, la juventud… La epítome de la despreocupación de un llokalla, que con la audacia de un "posokollo", me lanzaba a las aguas blanquecinas del río, con mis “corotas” al viento; desnudo como un héroe de la mitología griega, jugaba al buzo, tragando bocanadas de agua con un ligero regusto a detergente y lodo. Mientras tanto, los demás, en un espectáculo digno de un circo, lavaban sus ropas y cuerpos “calanchos” en las cataratas, como si la vida fuera un comercial de jabones "Bolivar".


Pasaba horas bajo el sol que, como un viejo amigo, me abrazaba con su calor abrasador. Secaba mi frágil y rojizo cuerpo sobre una piedra, sin un ápice de preocupación por el futuro. Simplemente disfrutaba de mi niñez, capturando ranas, saltamontes y otros bichos raros que, en su infinita sabiduría, decidían acompañarme en mis travesuras. Los lanzaba a la deriva sobre un pequeño madero, en las aguas caudalosas del río, mientras pensaba: “¡Qué de la puta…!”


Pero, como todo cuento que se respete, la adolescencia llegó con sus malditas preocupaciones. Comencé a sentir vergüenza de salir a la calle con mis abarcas, más duras que las pinches Reebok o Nike de mis contemporáneos. En un abrir y cerrar de ojos, mi entorno social me hizo entender que necesitaba “dinero, money, cash, qullqi”. Así que, en un acto de desesperación digna de un drama turco, comencé a chambear como ayudante de albañil con mi padre.


Ahí, entre ladrillos y cemento, aprendí lo que es ganarse cada puto centavo. Mis manos, cual mapas de una guerra, se quemaban con el ardor del cemento fresco, dejando surcos de sangre que contaban historias de sacrificio y sudor. Cada centavo era una victoria, cada herida, un recordatorio de que la vida no es más que un juego de azar donde, a veces, la suerte se viste de albañil.


Ah, la adolescencia… ese glorioso periodo en el que no solo despiertas tu pensamiento crítico, sino que también concluyes que la vida es una chingadera laboral, un teatro donde los ricos tienen el papel principal, los pobres son el relleno de la obra, y los políticos corruptos son los que venden las entradas. No todos los casos son iguales, claro está. Algunos, en un giro del destino, digno de la “Rosa de Guadalupe”, primero se les alborotan las hormonas y maduran su pensamiento crítico después de haber embarazado a su pareja, o cuando cumplen 35 y los echan de casa por ser unos putos mantenidos. Y en el mejor de los casos, unos minutos antes de conocer a San Pedro.


En esos años de juventud, como todo adolescente soñador, también fantaseaba con puras pendejadas al estilo de Disney World: comprar el primer ramo de flores, la primera cita, y la primera caja de chocolates para la niña bonita, convencido de que ella sería el amor de mi vida. ¡Qué mamadas!


Comprendí que la única manera de salir del pozo depresivo de la economía era estudiar. Aun creía en la falacia del profesionalismo, como si un pinche cartón, que ni para limpiarte el culo te sirve, pudiera erradicar los males de la miseria económica que asecha a la sociedad. Así que, en un acto de masoquismo puro, seguí chambeando para alimentar a los parásitos de ese sistema que mal llaman educación.


A media carrera ocurrió un suceso que cambió mi enfoque de manera drástica. Casi pierdo la vista por unos fragmentos de metal que se incrustaron en mis ojos, como navajas afiladas, en la cerrajería donde chambeaba.


Así que me dije: “No quiero quedar ciego ni caerme del tejado mientras instalo canaletas. No quiero que una viuda negra me dé mi primera mordidita limpiando jardines o en la construcción”. Necesitaba una chamba, mi propia chamba. No quería partirme el culo por el “sueño de alguien más”; quería hacerlo por “mis propios sueños”.


La idea de hacer trabajos que nadie más quería hacer, por un miserable salario, donde te explotan con más de 9 horas diarias, sin fines de semana ni vacaciones, me llenaba de rabia.


Y entonces llega el punto en el que uno se pregunta: “¿Y cómo putas lo hago?”. Así que, como todo universitario lleno de energía y testosterona, sintiéndome invencible como Iron Man, decidí lanzarme a la búsqueda del “emprendimiento de la puta madre”: la Tierra Prometida, el orgasmo laboral. Solo imaginar que podía ser mi propio jefe me hacía sentir de la puta madre.


En mis escasos momentos de ocio, entre el estudio y el trabajo, me preguntaba: “¿Pero qué carajos voy a hacer? ¿Abrir un puesto de chimichangas?” No, esa no era la jugada. Una de las primeras leyes del emprendimiento es hacer lo que te apasiona y lo que mejor sabes hacer. Así que me metí en una profunda introspección sobre mis habilidades. Y ahí, como un rayo, recordé mi destreza con las tijeras.


Poco antes de terminar el colegio, hubo una moda de corte al estilo “Nemo” llamado "navajeado". Pero, como todo macho cabrío, pensé: “¡Huevada! No voy a gastar 10 pesos por un pinche cortesito, me lo haré yo… ¿qué podría salir mal?” Así que fui a la tienda y compré un “gillette”, lo coloqué en la navaja y… “¡saz!” Sin miedo al éxito, chau oreja, jaja, no, mentira…


El corte resultó ser más horrible que el de María Galindo, solo me faltaba gritar: “¡Carajo, Eva Copa, se rascan!” A pesar del resultado desastroso, una extraña sensación comenzó a invadirme, más allá de sentir las gotas de sangre y sudor recorriendo los surcos detrás de las orejas y el cuello. Comencé a sentirme como el “joven manos de tijera”. Ahora que lo pienso, ¿y cómo se la jalaba este man?


La emoción del momento me hizo entender que sí se podía. Después de esperar un par de meses para que creciera el cabello, volví a intentarlo y esta vez salió mucho mejor. Tras arruinarme el cabello y practicar con el de mis amigos y vecinos, me di cuenta de que tenía un talento nato. Claro, en el proceso corté alguna que otra oreja y partes del cuello de algunos de mis amigos. Pero ese era el precio que estaban dispuestos a pagar por un corte barato y efectivo.


Entonces, me dije: “¿Y si retomo la peluquería?”. Decidí comprarme una máquina de cortar cabello y empecé a hacer algunos cortes mientras estudiaba comunicación social. Claro, mis habilidades eran tan finas como un corte de pelo hecho con una motosierra. Sin embargo, la peluquería no me funcionó; necesitaba un lugar y dinero que no tenía para abrir el boliche. Así que pensé: "Voy a hacer algo más sencillo".


Como me gusta escribir y tengo cuentos y novelas guardadas que ni mi madre se atrevería a leer, decidí convertirme en escritor... mi más profunda fantasía erótica literaria, el sueño de todo puberto con complejo de Cervantes que, después de escribir un par de versos, se la pasa jalándosela con la foto de la profe, convencido de que es amor del puro. ¡Qué delirio!


Imaginaba mis obras volando de las estanterías, llenas de pasión y desamor, mientras las masas se arremolinaban para conseguir mi firma, como si fuera el nuevo J.K. Rowling, pero en versión más “prieta.” Además, eso combinaría con mi carrera, ya que muchos escritores famosos han terminado trabajando para medios de comunicación muy importantes… ¡que de la puta pensé!


Así que me metí de lleno. Comencé a participar en concursos nacionales, ya que los internacionales eran una reverenda chingadera de requisitos y de tiempo. La deficiente logística de envíos y encomiendas de mi país era como un cagado de paloma sobre tu smoking en tu día de bodas... un dolor de huevos, prácticamente.


Durante cuatro años, presenté mis obras de fantasía, romance sobrenatural en varios concursos de poesía, cuento y novela. Sin embargo, no gané ninguno. “¿Tan feo siempre escribo?”


La realidad era que el modelo ideológico y de partido que dirigía los concursos era un desastre: burdo nacionalismo, indigenismo, chauvinismo puro y decolonización. Todas las obras ganadoras seguían esa tendencia temática e ideología.


Pedí consejos a un escritor local muy famoso, quien nunca me ayudó y se excusó con maneras poco convincentes: “Tus archivos no me llegan al correo”, “estoy ocupado”, “tráemelo en pendrive”, “mi computadora no lee tu CD”, “tu pendrive tiene VIH”. Mierda, tan fácil es decir: “Carajo, no quiero ayudarte, anda a joder a otra parte”.


De las 14 veces que solicité visitarlo con un impreso, solo una vez accedió. Me miró con desdén y me dijo: “Esto no sirve”. ¡Puta madre!


A pesar de esa amarga experiencia, compartí mis escritos con otros escritores que sí apreciaron mi estilo y complejidad. Pero, como buenos traicioneros, al final también me dieron la espalda. Como no era conocido en el medio, me negaron la participación en la feria del libro de aquel año 2016. Y para colmo, me soltaron que debía pagar 700 bolivianos para participar... ¿De dónde putas iba a sacar 700 bolivianos si apenas me alcanzaba para los pasajes? Comiendo trancapechito de 4 lukas, carajo…


Fui a editoriales como Quipus y La Hoguera, así como a un periódico llamado Opinión, buscando la manera de publicar alguno de mis cuentos. Pero ninguna quiso recibir ni siquiera los borradores. Me sentí más feo que una patada en los huevos, y eso ya es decir mucho. Era como si mis historias no valieran ni el papel en el que estaban escritas, y mi ego quedó más golpeado que “Ale Pinedo por dar a entender que el caporal es peruano”.


Fue entonces cuando un buen amigo, Ander, me sugirió: "Venderemos nuestros trabajos en los eventos de Anime". No me pareció mala idea; después de todo, si había algo que sabía hacer bien, era aprovechar el frikismo de la gente. Compré una impresora y empecé a elaborar mis materiales de forma artesanal, como un verdadero artista… o al menos eso intentaba.


La primera vez que vendí, fue gratificante. Pensé que finalmente había encontrado mi camino: “el emprendimiento de la puta madre”. Me sentía como un genio del marketing, listo para conquistar el mundo con mis cuentos. Pero, como si el universo tuviera un sentido del humor retorcido, llegó la puta pandemia llevando a algunos seres queridos y todo se detuvo. Dejé de imprimir y no hubo más eventos. Mis sueños de gloria se desvanecieron más rápido que el último trozo de pizza en una reunión de amigos.


Así que aquí estaba yo, atrapado en casa, con una impresora que parecía burlarse de mí y un montón de cuentos que solo le interesaban a mi gato, que, para colmo, estaba más interesado en dormir que en escuchar mis relatos. La vida, en su infinita ironía, me había dejado en un limbo de creatividad estancada y desesperación literaria.


En ese tiempo, ya había terminado un diplomado en literatura y comencé otro en educación superior y marketing digital. Aunque me enseñaron cosas muy valiosas para mi carrera profesional, no representaron ningún mérito en el mercado laboral. Era como volar tu puto cometa, al que se acaba el hilo.


El mercado laboral se volvió despiadado. Las empresas buscaban jóvenes recién graduados, como si la experiencia fuera un estigma en vez de un activo. A los que ya teníamos más de 30 años nos ignoraban, sin importar cuántos títulos colgaran de nuestras paredes. Era como si el sistema tuviera un cartel que decía: "¡Bienvenidos, jóvenes! Los viejos que se jodan".


El sistema es nefasto, un ciclo de explotación que no considera la experiencia. ¡Qué asco! Era como si nos estuvieran diciendo que, a partir de cierta edad, nuestras habilidades y conocimientos se volvían obsoletos, como un teléfono móvil de hace cinco años. Mientras tanto, yo me preguntaba si debería ponerme una peluca y disfrazarme de adolescente para conseguir un trabajo decente… Puras pendejadas.


Así que aquí estaba, con diplomas en mano y una montaña de mala racha a mis espaldas, intentando navegar un mar de puertas cerradas y oportunidades que parecían haber sido diseñadas para otros. La vida laboral se había convertido en un juego de escondidas, donde siempre era el que quedaba fuera.


Con el emprendimiento de vender mis libros en un parón más dramático que el de una adolescente a la que no le baja, busqué otro trabajo para incrementar mis menguados ingresos. En ese momento, estaba saliendo con alguien—sí, la vida seguía su curso como un río desbordado—y tenía planes de casarme. A pesar de los obstáculos que se interponían como un perro rabioso en medio de la carretera, mientras conduces cuesta abajo tu bicicleta, no dejaba de buscar mi lugar en este mundo, persiguiendo mis sueños como un gato detrás de un láser.


Después de un año buscando trabajo, me acordé de algo que había hecho a los 14 años. Tenía una guitarra acústica más ancha que la puerta de un convento. Decidí modificarla; la hice más angosta, le coloqué un micrófono integrado sin saber nada de electrónica—más improvisado que el circo político del MAS—y le puse cuerdas de guitarra eléctrica. Me encantó la modificación y muchos de mis amigos me dijeron: “¡Wow, qué cabrón!” Como si hubiera descubierto la pólvora.


En la universidad, compré mi primera guitarra eléctrica, un armatoste que parecía haber sobrevivido a la guerra del chaco. Era una de esas antigüedades que compras en casas de empeño, con más historia que un libro de texto. Estaba hecha un desastre, aunque en ese momento no me di cuenta. La arreglé, la reparé y la modifiqué hasta que brilló como la calva de H.J.S. y me gustó tanto que… la vendí, ganando un poco más de lo que había pagado. Un negocio redondo, como encontrar un billete de 100 lukas en el bolsillo de un pantalón viejo.


Luego compré una segunda guitarra, que también modifiqué, pero esa la mantuve mucho tiempo hasta que, por necesidad—y no de la buena—tuve que venderla. Después, adquirí una tercera guitarra, que empecé a modificar, pero la dejé de lado como un libro de autoayuda en la estantería porque había encontrado trabajo.


Este año, después de que esa guitarra estuvo dormida casi cuatro años, la desempolvé como si fuera un viejo amigo que vuelve del carnaval de Oruro, con dedo, con tesis, vivo, y comencé nuevamente con las modificaciones. El tema del dinero siempre ha sido un obstáculo más grande que una montaña rusa en un parque de diversiones, pero decidí dedicarme a modificar y estilizar guitarras eléctricas. ¿Este sería el emprendimiento de la puta madre que tanto había esperado?


No es que odie trabajar para otros, el problema es que el trabajo que ofrecen es el que nadie más quiere realizar: horarios hasta la madrugada, como un vampiro en busca de sangre, sin reconocer la remuneración adecuada. Las condiciones laborales son lamentables; buscan gente joven, y si tienes más de 30 o 35 años, ya has expirado como un yogur olvidado en la nevera. Conozco el testimonio de muchas personas que han pasado por lo mismo, y son historias más tristes que el dueño de un burdel al que le cortaron las bolitas.


Así es el camino del “emprendimiento de la puta madre”.

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Redacción y corrección: Mauricio Maita Herbas.

Publicado Por Cristalia Editorial

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