Eugea, la prostituta sagrada.
- Mauricio Maita Herbas
- 15 mar 2024
- 3 Min. de lectura

Eugea, la enigmática musa a la que los varones se entregaban sin temor a perecerEn los anales de la Antigüedad, los puertos helénicos rebosaban de féminas que, en aras de la supervivencia, se entregaban a los navegantes a cambio de escasas monedas. Malolientes, sudorosos y ávidos de todo placer imaginable, los recién llegados forasteros ansiaban hallar solaz y desahogo a la abstinencia sufrida durante semanas, e incluso meses.
No obstante, no solo en los muelles se avistaban estas damas de diversa edad dispuestas a ceder su ser a cambio de un vil metal, sino que en las plazas públicas de las grandes urbes también se dejaban ver a plena luz del día.Estas mujeres sorteaban sin contratiempos los avatares de la prostitución, uno de los más lucrativos y vetustos comercios que ha conocido la humanidad en su dilatada historia.
En Atenas, los lupanares eran legalizados y hasta categorizados por estratos: aquellas meretrices mejor instruidas obtenían mayores ganancias y se alojaban en los prostíbulos más exclusivos y costosos de la polis. Allí acudían marinos y mercaderes de posibles holgadas, quienes podían regocijarse con las más hermosas beldades de la ciudad.
No obstante, existían lugares de exclusividad casi sagrada, reservados para unos pocos privilegiados: los templos que albergaban a las prostitutas consagradas (hieródulas), mujeres no solo de una belleza deslumbrante, sino también dotadas de un saber tan excelsamente refinado que podían sostener conversaciones sobre arte, política o filosofía.
Generales, gobernantes y artistas acudían en busca de su compañía no solo para deleitarse con sus encantos físicos, sino también para recibir sabios consejos de sus labios. La más anhelada entre todas ellas respondía al nombre de Eugea: una mujer de tez alabastrina, cabellos castaños, ojos grises, labios rosados y carnosos, envuelta en un cuerpo por el que más de un hombre suspiraba sabiendo que jamás podría poseerla plenamente. Su fama trascendía las fronteras de Grecia, siendo objeto de deseo de destacadas personalidades tanto locales como foráneas.
Hombres ilustres de esta nación y de tierras desconocidas incluso para la propia Eugea emprendían largos viajes para postrarse a sus pies y disfrutar de sus dotes amatorias, ampliamente reconocidas.Una certeza prevalecía: los hombres encontraban el éxtasis en los brazos de la hermosa cortesana, cumpliendo así sus más profundos anhelos de intimidad.
Un placer tan sublime como irrepetible les aguardaba, superando con creces cualquier experiencia previa con otras hieródulas. Se decía que Eugea descendía directamente de la misma diosa del amor, Afrodita, quien le había otorgado el don amatorio para llevar al límite físico a todos sus amantes. El templo donde residía la deseada Eugea y recibía a sus adoradores estaba consagrado por entero a la diosa del amor. En su recinto se respiraban fragancias embriagadoras que preparaban a los visitantes para lo que sería seguramente el apoteósico clímax de sus encuentros íntimos.
Ningún hombre que vislumbrara a Eugea aguardándolo en sus estancias, envuelta en sedas suntuosas y dispuesta a brindar los más exquisitos favores carnales, podía resistirse a la tentación de ofrendar verdaderas fortunas en joyas, monedas y gemas al templo con el fin de fundirse en un solo ser con la más sagrada de las cortesanas. De esta manera, el templo y sus sacerdotisas obtenían recursos con los que enriquecerse, al igual que Eugea, quien llevaba una existencia colmada de lujos inimaginables.
Lo que Eugea realizaba era en esencia un tributo a su divinidad Afrodita, quien recibía a los difuntos en el Olimpo. Aun conscientes de que aquel momento podía significar su postrer aliento, la desesperación por experimentar el cuerpo de la mujer era tal que los grandes hombres se entregaban a una dulce muerte sin titubear, obviando las advertencias de sus allegados o los relatos acerca de la sierva de Afrodita.
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