La Guerra
- Mauricio Maita Herbas
- 9 ago 2020
- 6 Min. de lectura

El corazón cedió a las súplicas de mi alma atormentada, a las súplicas de los recuerdos y la nostalgia. Las imágenes comenzaron a taladrar los muros de aquella habitación, dejando caer los añicos en la fosa de la desesperación. Abriendo detrás de cada pedazo, un nuevo recuerdo.
Verdaderas máquinas del tiempo que te arrojan al abismo del recuerdo y el eterno sufrimiento. Transportándote de un tiempo a otro sin precio alguno, mostrándote futuros lejanos cultivados en la esperanza y la ilusión de los sueños olvidados y la perfidia de un corazón agonizante.
En lo más profundo de mi pecho, el dolor se fue tornando más y más agudo hasta dejar mis ojos sumergidos en un mar incontenible de lágrimas.
Mi alma llegó al límite y la razón tomó el mando de la situación. Me guío entre la oscuridad chocando mi aturdido cuerpo contra los muros y sillones. No descansaría hasta sacarme de aquel sarcófago faquir.
Observé la noche sin mayor intención que contemplarla sin sentido. La lluvia minúscula como polvo de de cristal, era imperceptible pero penetrante. La humedad forma una espesa niebla que se devora la luz y la cima de los edificios. Las calles sepultadas de nostálgica hechicería.
Sentí el cansancio de los recuerdos en cada paso; abandonados, huérfanos, solos y abatidos. El frío estacionario entumeció mis brazos y piernas, obligándome a buscar refugió.
– “No, a casa no…” –insistió su corazón.
Seguí caminado sin rumbo, en busca de un pub.
El reloj del templo marcó las doce. Pude oír el repicar de las campanas deslizándose como culebras por calles y edificios hasta salir por debajo de mis pies. El eco de los olvidados encerrado en los callejones… una noche más.
Al girar en la siguiente cuadra, noté el débil resplandor de un letrero de luces de neón color azul turquesa, anunciando el final de mi búsqueda.
La luz turquesa torneaba una enorme “B” que me transportó nuevamente al pasado. Recordé de inmediato a don Jasper y su bar–café “La Bola”, el paradero favorito de mi padre.
– De seguro no se negará en servirle un café a un viejo amigo. –pensé en voz baja.
La puerta se encontraba abierta y el sitio casi repleto. El chubasco minúsculo que caía fuera, había llenado el lugar.
Caminé hasta la barra con intención de pedir un café y me senté sobre una silla alta a lado de dos sujetos corpulentos y empapados.
– “De seguro entraron un par de minutos antes que yo” –Pensé.
El televisor que colgaba del techo a lado de una caña de pescar y una piraña disecada, se encontraba apagado. Pero en su lugar, la rokola adormecía el ambiente con los nostálgicos recuerdos de los Ochenta.
Busqué con la mirada a Don Jasper; pero no lo pude ubicar por ninguna parte. En su lugar, encontré a una muchacha de piel nívea que se encontraba ordenando las copas de cristal en forma piramidal, justo al lado del trofeo del campeonato de fútbol de hace 30 años… El recuerdo más preciado de don Jasper y mi padre.
Se aproximó por mi derecha un muchacho de tez morena, cuya presencia pasó desapercibida, hasta que me tocó el hombro para pedirme la orden. Llevaba una camisa blanca con el nombre bordado en el margen del bolsillo… “Bruno”, escribía.
Era bastante alto y fornido. Su enorme espalda romboidal, me recordó a un luchador que hacía llamar “La Bestia”; uno de mis favoritos de niño.
– Perdón, ¿me decía algo? –pregunté al notar que era a mí a quien se había dirigido hace un par de segundos atrás.
– Sí. Le preguntaba: ¿Qué va a tomar? –respondió Bruno con vos serena y cansada.
– Un café, por favor.
– En seguida. –giró el cuerpo lentamente para tomar la orden del sujeto de mi izquierda– ¿Y usted señor?
– Una cerveza por favor. –respondió, sin apartar la mirada del estante donde se encontraba el trofeo.
– Sólo tenemos la “Black Nigth”… ¿Está bien esa?
– Sí. –contestó desviando la mirada lentamente hasta posarla sobre la mesa. Juntó ambas manos y entrelazó los dedos a la altura de la frente.
– ¡Mitsuki!, sale una cerveza. –ordenó el caucásico mozo a la bella asistente de la luna; que ya había terminado de acomodar las copas.
– Enseguida. –respondió limpiándose las manos con una servilleta humedecida en licor.
Se dirigió a la nevera y sacó una botella oscura de pega papel dorado con letras contorneadas en un profundo negro y verde.
Aceleró el paso hacía la vitrina para sacar una copa y entregársela al joven taciturno y cetrino.
– Aquí tiene.
– Gracias… –respondió sin desviar la mirada de la mesa. Totalmente perdido en un mar de recuerdos.
Mitsuki, giró lentamente el rostro y deslizó las manos sobre la barra hasta exponer su rostro de porcelana frente a la mía.
– Buenas noches ¿Desea beber algo?
– Sí. Ya pedí un café. Gracias. –respondí mirándola a los ojos. Noté un destello familiar en su mirada coqueta. En ese par de cejas bien delineadas que hacían juego con aquellos hermosos ojos marrón claros.
– ¿No es de por aquí verdad? –preguntó, con la chispa de adivinanza en su mirar.
– No… Bueno, sí… –añadí cabizbajo– Ya no sé a dónde pertenezco.
– Lo siento, siempre se me olvida presentarme. –añadió extendiéndome su mano– Mi nombre es Mitsuki.
– Mucho gustó Mitsuki. Mi nombre es…
– ¡Bastardo! – el compañero de mi izquierda, respondió por mí.
Mi mente se nubló al reconocer aquel tono de voz amenazante, llena de ira.
– ¿Darren? –pregunté.
Giró lentamente sobre su silla hasta fijar sus pupilas inyectadas de cólera sobre mí.
– Sí. Soy yo, pedazo de basura mal viviente. –respondió, irradiando furia por los ojos.
Exhaló compulsivamente dejando salir el crudo aliento del alcohol. Incineró mi alma en una milésima de segundo, tan sólo con su mirada.
– ¿Hay algún problema? –preguntó Mitsuki al notar el ambiente tosco de aquellos ojos rojizos y vidriosos.
– No. Es un amigo. –respondí, con total confianza.
– ¿¡En verdad crees que no hay ningún problema!? –Se levantó de su silla y me tomó por las solapas. Añadió con la mirada penetrante– ¡No eres más que un maldito acecino!
Sentí el frio metal de un hacha incrustarse en mi espina dorsal, dejándome inmóvil y adolorido. Mi alma se acongojó y respondí inclinando la cabeza.
– Estás ebrio. Será mejor que te vayas a casa.
– ¡Púdrete maldito cabrón! –respondió, pegándome un golpe en el rostro.
– ¡O Dios…! –gritó Mitsuki.
Bruno, que se encontraba atendiendo en una mesa cerca de las ventanas, se aproximó de inmediato para separar al busca pleitos.
– ¡Caballeros!, sí van a pelear –profirió sin miedo–, les voy a tener que pedir que se retiren.
– No se preocupe. Ya me voy. –respondí azotando las solapas de cuero sobre mis hombros. Me encaminé hacia la puerta y salí sin hacer mayor escándalo.
La lluvia caía en delgados y destellantes hilos de plata sobre el asfalto. El espejo titilante sobre el suelo refleja los relámpagos del inframundo.
A no más de tres metros de la puerta, escuché el brusco chapotear de sus zapatos bien lustrados. Parado rígidamente, haciendo puños detrás de mí y mirándome fijamente como toro exacerbado.
Me detuve y agaché el rostro, simplemente para contemplar mi reflejo sobre el charco que se había formado debajo mis pies. Cada relámpago baña con luz aquel paisaje y mi rostro quedaba a merced del dolor.
– ¡Siempre fuiste un cobarde! Incapaz de dar la cara. Incapaz de levantar los puños.
– Sólo intento cumplir una promesa. –proseguí con mi camino.
– ¡No huyas! ¡Mírame de frente! –corrió detrás de mí. Me tomó por el hombro haciéndome girar con brusquedad… Me tendió al suelo de un solo golpe.
Simplemente me limité a no responder a su ataque.
– “Hay muchas formas de ganar una guerra, hijo mío” –me decía mi madre, al momento de recostarme.
– ¡Por qué no te defiendes! ¡Levántate! –sus lágrimas comenzaron a brotar hasta confundirse con la lluvia. –Asume tu responsabilidad. ¿Acaso tienes idea de cuánto sufrió Hisaki por tu culpa?
Me mordí el labio inferior sin saber qué responder. Simplemente permanecí en silenció, cabizbajo y con un dolor capaz de consumir a todo el cosmos.
– “La más formidable de ellas es ganar una guerra sin tener que luchar” –añadió, dándome un beso en la frente. Se levantó y caminó hasta la puerta.
– Yo también sufrí… porque la amo. –empapado en angustia, se inclinó para tomarme por las solapas y levantarme– ¿¡Tienes idea del daño que has causado…!? –me empujó contra el muró del callejón y gritó eufórico sobre mi rostro– ¿¡Por qué no me miras a los ojos!? ¡Respóndeme…!
El frío curtió mi rostro, impidiéndome sentir aquel estímulo que nos hace a todos humanos… el dolor. Porque sólo cuando uno siente dolor, siente que está vivo. Cuando uno siente miedo y teme por su vida… Pero yo no sentía nada. Pero aún así, en mi alma algo estaba a punto de estallar:
– “Pero entonces eso quiere decir que hay guerras que se ganan peleando” –pregunté, poco después de que apagará la luz de mi habitación– “¿Cuáles son esas guerras, mamá?”
– “Las del amor” –respondió.
El dolor fluyó y limpió mi alma.
– ¡No tengo idea…! –respondí levantando la cabeza para mirarlo fijamente a los ojos.
– ¡Eres un desgraciado…! –pegó un par de puñetazos sobre mi rostro– ¡Pelea…!
Me limpié la sangre que brotaba del labio partido. No pude soportar más.
– ¡¿Y tú tienes idea de cuánto he sufrido yo?! –le pegué un golpe en la cara– El cobarde eres tú por nuca haberle dicho que la amabas.
– ¡Eres un cretino! –añadió respondiendo al fuego enemigo– Nunca pudiste cuidar a Hisaki… –liberó su alma– Y si nunca se lo dije, fue porque siempre estuviste en medio… –grito encolerizado– ¡Te odio…!
Los golpes iban y venían en zigzag, bajo aquel cielo oscurecido y lloroso. Cultivando los frutos marchitos de aquello que alguna vez se había sembrado en algún punto muerto del pasado, sobre el pantano de las ilusiones.
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