ENTREMÉS DE HALLOWEEN, BY MAURICIO MAITA HERBAS
![HALLOWEEN CRISTALIA EDITORIAL TERROR GATO CUENTO TERRORIFICO MAURICIO MAITA HERBAS,](https://static.wixstatic.com/media/eb74b0_df6b55fbf2d748d3873230b0920f88d7~mv2.jpg/v1/fill/w_980,h_980,al_c,q_85,usm_0.66_1.00_0.01,enc_avif,quality_auto/eb74b0_df6b55fbf2d748d3873230b0920f88d7~mv2.jpg)
Delgadas láminas acuosas caían por toda la ciudad; la humedad del ambiente corroía las paredes, mientras el lodo en las calles se convertía en una extensión viscosa y casi sobrenatural, manifiesto del espíritu putrefacto de sus habitantes. Los automóviles desfilaban con sus luces titilantes bajo un cielo grisáceo, creando un contraste inquietante.
Una joven avanzaba, acompañada por el murmullo del agua que caía incesantemente por las canaletas; formando pequeños arroyos que serpenteaban a cada lado de las calles, iluminados por destellos palpitantes en la lejanía.
La jornada académica había sido sofocante, un suplicio cognitivo. Cecilia, absorta en sus pensamientos, jugueteaba con su bolígrafo mientras el docente disertaba sobre la compleja relación entre los átomos, la separación de los electrones y la energía que los envuelve. Para ella, el tema resultaba tedioso, especialmente en un día tan melancólico y hermoso; tan fugaz como la vida o la muerte.
El aire con la frescura nubosa, el agua escurriéndose de su paraguas, pequeños chorros de vapor que emergían de su boca al calentar sus manos.
Finalmente, liberada de aquella asfixiante actividad intelectual, la joven emprendió su camino de regreso, transitando cerca de los contenedores de basura, donde los bagos y drogadictos suelen pasar la noche, pero hoy no, hoy no porque llueve.
Un sonido peculiar, casi imperceptible, llamó su atención; al pasar junto a los recipientes, percibió un murmullo que se distanciaba del habitual chapoteo de sus botas al impactar contra el suelo, o del roce de cartón y hojalata con las gruesas gotas de lluvia.
En el seno de la basura, de un saco atado, cubierto de lodo y desechos, emanaba aquel sonido intrigante. Movida por la curiosidad, la joven se acercó y, al tocar el saco, este se movió ligeramente, revelando la presencia de vida en su interior. Al darse cuenta, soltó su paraguas y desató el nudo que lo mantenía cerrado con una rapidez casi instintiva.
Al abrirlo, descubrió en su interior a un hermoso gatito negro, empapado, hambriento y con una pata herida. Sin dudarlo, la joven tomó al pequeño felino y lo envolvió en su abrigo, reanudando su camino a casa bajo la persistente persiana vidriosa.
El felino fue recibido con alegría por su madre, a pesar de que esta padecía alergia al pelaje. Sin embargo, el hermano, Roberto, mostró una actitud de desaprobación casi visceral de tan solo verlo. La madre, satisfecha, permitió que el gato se quedara, condicionando su permanencia al cuidado y la responsabilidad de Cecilia. El hermano, al avistar al gato negro, asumió una postura de temor y repulsión, proclamando:
—Los gatos negros son portadores de mala suerte. -tragó saliva- ¡Qué asco de animal! Deberías haberlo dejado en el saco y que muriera.
Murmurando entre dientes sobre los males que traen consigo los felinos, el joven se sumió en su rencor. A pesar de sus objeciones, la madre, tras una acalorada discusión, aceptó que el gato se quedara.
Con el paso de los días, el pequeño felino se familiarizó con la casa, brindando compañía a su madre mientras correteaba por los rincones. Todo parecía estar en calma hasta que, con el tiempo, el hermano esquizofrénico continuó manifestando su aversión, insistiendo en que los gatos negros solo traen miseria y que, por ello, había sido desechado.
Curiosamente, a medida que transcurrían los días, el hermano comenzó a notar la presencia de delgados y minúsculos pelos en su ropa. En un arranque de indignación, reclamó a su hermana que mantuviera al gato confinado en su habitación, pues había comenzado a dañar sus prendas.
La hermana, en un intento por evitar conflictos, hizo lo posible por mantener al gato en su habitación. Sin embargo, a veces resultaba imposible, ya que el felino anhelaba explorar la casa. Una noche, el hermano irrumpió en la habitación de su hermana, eufórico y gritando:
—¡Ese tu maldito gato! ¡Se ha dormido en mi ropero! ¡Mira!
Indicando las camisas que estaban cubiertas de pelos dispersos, se quejó colérico.
—¡Si no cuidas a ese gato, lo voy a matar!
Pasaron unos días más, y el hermano volvió a desatar su ira:
—Te dije que cuidaras a tu gato. ¡escupió una bola de pelos sobre mi cama!
—No vas a hacerle nada —respondió la hermana—. Es solo un bebé, no entiende y está aprendiendo.
Roberto, cada vez más irritado, continuó con sus amenazas.
Dos días después, Roberto llegó a casa tras un largo día en el instituto. Al abrir la puerta, una ráfaga de aire helado le dio la bienvenida, y el silencio sepulcral de la casa lo envolvió como una fría manta de plomo. La lluvia azotaba los cristales con furia, y los truenos retumbaban en la distancia, creando una sinfonía ominosa que reverberaba en su pecho. Con un ligero temblor, avanzó hacia la sala y encendió la luz. La bombilla titiló, iluminando brevemente las sombras que danzaban en las paredes, pero la luz no lograba disipar la inquietante atmósfera que lo rodeaba.
Decidido a calmar su creciente inquietud, se dirigió hacia la cocina. Al cruzar el umbral, un escalofrío recorrió su espalda. Allí, sobre la mesa, se encontraba un extraño ser. Sus ojos brillaban con una intensidad sobrenatural, resplandeciendo en la penumbra como dos faros en la oscuridad. La sonrisa que adornaba su rostro era inquietante, una mueca que parecía prometer calamidades y desdichas, como si estuviera a punto de desatarse el caos sobre el mundo.
El aire se volvió denso y frío, y una sensación de terror se apoderó de la cocina, llenando cada rincón con un temor palpable. Roberto, paralizado por el miedo, sintió cómo su corazón latía con fuerza, resonando en sus oídos. Con un movimiento tembloroso, encendió la luz. La bombilla chisporroteó, iluminando la habitación y revelando la verdad detrás de la aterradora visión.
Sobre la mesa, estaba el pequeño gato negro, con su pelaje húmedo por la lluvia, sus ojos brillando con curiosidad y una expresión inocente que contrastaba con el ambiente tenebroso. La risa que había imaginado se desvaneció, dejando solo el eco de su propia angustia. El miedo se transformó en confusión, y Roberto, aún temblando, se dio cuenta de que la verdadera amenaza no era el gato, sino el terror que había creado en su propia mente.
—¡Maldito animal! —le dijo, intentando espantarlo. El gato, asustado, huyó y se refugió debajo de la mesa, desapareciendo de su vista.
El hermano, hambriento, comenzó a calentar la comida que su madre había dejado en el microondas: un filete de pescado acompañado de verduras y arroz frito. Mientras esperaba, su teléfono sonó. Salió de la cocina para atender la llamada; sumergiéndose en la conversación, sobre un rumor que circulaba en la escuela, acerca de una compañera que había faltado a clases porque se había ido con el profesor a un motel.
Al finalizar la llamada y regresar a la cocina, Roberto se percató de que el gato había devorado el filete de pescado. Enfurecido, comenzó a perseguir al felino por toda la casa, atrapándolo finalmente por la cola. El gato, en un acto de defensa, mordió ferozmente a su agresor, pero la rabia del joven lo llevó a tomar un bate de béisbol, dispuesto a descargar su furia sobre el pequeño animal.
Cecilia llegó a casa tras un largo día en la universidad, encontrando la casa sumida en un silencio inquietante. Al cruzar la puerta, un escalofrío le recorrió la espalda, como si una sombra invisible la estuviera acechando. Llamó al felino por su nombre, "Misifus", pero el eco de su voz se perdió en la soledad de la casa. Repitió el nombre, esta vez con un tono más alto, pero el silencio continuó reinando el lugar.
Su corazón comenzó a agitarse al notar pequeñas gotas de sangre esparcidas por el suelo, un rastro macabro que parecía guiarla a descubrir un atroz crimen. Con cada paso, la inquietud se transformaba en pánico. La sangre, oscura y viscosa, la condujo hasta la puerta de su habitación. Al abrirla, un horror indescriptible la paralizó.
Allí, sobre el suelo, yacía Misifus. Su pequeño cuerpo estaba destrozado, el estómago reventado y las vísceras expuestas, como un grotesco recordatorio de la fragilidad de la vida. Las patas del gato estaban quebradas, y la imagen era tan desgarradora que Cecilia sintió que el mundo se desvanecía a su alrededor.
El suelo parecía moverse bajo sus pies, girando en un infinito espiral mientras su visión se tornaba borrosa, como si todo se desdibujara tras una cortina de gruesas gotas de lluvia. En la distancia, un grito ensordecedor resonó, pero fue rápidamente ahogado por el eco del torrencial aguacero que caía afuera.
Minutos después, la joven se encontraba en el patio, empapada, bajo un pequeño manto de luz que se filtraba a través de la ventana. Sostenía una pala en una mano y un montón de tierra en la otra, mientras una pequeña cruz de madera se erguía, solitaria, en el suelo. Con profundo dolor, presionaba una bola de lodo entre sus manos, sintiendo cómo la tierra se introducía en sus uñas, mezclándose con la humedad de la lluvia. Las lágrimas se confundían con el agua que caía del cielo, y la ligera sensación de calor en sus mejillas se entrelazaba con el frío de la lluvia.
Pasaron unos días, y la tristeza de Cecilia por la pérdida de Misifus se convirtió en un eco constante en la casa, donde sucesos extraños comenzaron a manifestarse como si del murmullo de un mal presagio se tratase. La atmósfera se tornó pesada, como si el aire mismo estuviera impregnado de un mal que acechaba en cada rincón.
Roberto, sentado en su escritorio, luchaba por concentrarse en su trabajo. De repente, sintió un roce suave y frío, como si algo peludo caminara sobre sus pies. Exaltado, miró hacia abajo, pero no había nada. La inquietud se apoderó de él, y tras un intento fallido de retomar sus actividades, notó cómo finos pelos comenzaban a caer sobre su teclado, como si una tormenta de pelusa hubiera estallado en su habitación. Al levantar la vista, se encontró con un espectáculo grotesco: el cuarto estaba lleno de hilos negros, delgados e imperceptibles, pinchando como espinas, flotando en el aire, danzando como serpientes en un ritual macabro.
—¡Ese maldito gato...! —refunfuñó, abriendo la ventana con la esperanza de que el aire fresco disipara la inquietante presencia.
Al día siguiente, durante el desayuno, Roberto entró en la cocina con la misma ropa del día anterior, cubierta de pelusa y con la mirada perdida en la nada. Se sentó a la mesa, tomó una cuchara y sirvió su cereal con un gesto automático. Pero cuando llevó la cuchara a sus labios, una tos violenta lo sacudió, expulsando una enorme bola de pelos que dejó a su madre y a su hermana perplejas, aunque no comprendieron la gravedad de la situación.
Más tarde, mientras se bañaba, Roberto observó horrorizado cómo un vello oscuro y minúsculo brotaba de su piel, como si el gato negro estuviera reclamando su lugar en su cuerpo. Con desesperación, comenzó a afeitarse, arrancándose la piel en un frenesí, intentando deshacerse de lo que consideraba una maldición.
Los días pasaron y Roberto dejó de asistir a la universidad. Su habitación se convirtió en un santuario de locura, repleta de pelos de gato que flotaban en el aire como alambres afilados. En murmullos, repetía: —Ese maldito gato sigue aquí... —Ese gato no se quiere ir...
En un arranque de furia, tomó la aspiradora y comenzó a succionar todo el pelo que encontraba, gritando desquiciado que el gato seguía presente. La habitación quedó impecable, pero la sensación de amenaza permaneció. Entró al baño y se afeitó nuevamente, la cuchilla cortando su piel, dejando marcas que parecían ser la firma de un pacto satánico.
Ya casi al atardecer, cuando la luz comenzaba a desvanecerse, Roberto se dejó caer sobre su cama, sintiendo un alivio momentáneo. —¡Al fin! —gritó, pero la calma fue efímera. —No, sigue aquí... ¿Dónde está? —murmuró, mirando su dedo anular, donde una pequeña abertura sangrante revelaba algo inquietante, la misma herida que le había dejado Misifus. Al examinar la herida, vio que su interior estaba repleto de pelo de gato.
Desesperado, tomó una navaja y se abrió la palma de la mano, revelando un horror indescriptible: su interior estaba repleto de pelusa negra, como si el gato hubiera encontrado un refugio en su ser. Empezó a gritar, riendo y llorando al mismo tiempo, mientras se cortaba los pies, las piernas y el abdomen, en un frenesí de locura:
—¡Ese maldito gato sigue aquí! ¡No se quiere ir…!
Por la noche, Cecilia regresó a casa. Al entrar en el cuarto de Roberto, se encontró con una visión aterradora: su hermano, convertido en una grotesca figura de pelusa humana, estaba tendido sobre el suelo.
Cecilia se acercó lentamente, agachándose y poniéndose de cuclillas frente a la monstruosa figura de pelusa humana. Su corazón latía con fuerza, cada pulso resonando en el silencio opresivo de la habitación. A la altura del pecho de Roberto, algo comenzó a moverse inquietamente, como si un objeto extraño intentara liberarse de su prisión.
Con un escalofrío recorriendo su espalda, observó cómo la forma abultada ascendía, deslizándose por su garganta, como si una fuerza oscura intentara escapar. La grotesca imagen la mantenía paralizada, pero su curiosidad la impulsaba a seguir adelante.
De repente, con un último esfuerzo, el pequeño Misifus emergió de la boca de su hermano, su cuerpo negro como la noche contrastando con la pelusa que lo rodeaba. Ya no era el dulce gato que había conocido; ahora parecía una sombra viva, un eco de lo que había sido, con sus ojos resplandeciendo con una intensidad casi sobrenatural, como dos velas que arden vivaces en un velorio.
El ambiente se llenó de un silencio aterrador, mientras el hombre pelusa se desvanecía en el fondo de la habitación el ingreso del viento por la ventana, dejando solo al pequeño gato, que parecía haber regresado de un abismo oscuro, trayendo consigo un claro mensaje… “Miau”.
Fin…
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